Achicorias

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Achicorias

Carlos Be

A Ester y a Fran

A Jan

A mi madre y a mi hermana

El lunes 21 de enero de 2008, The Zombie Company estrenó Achicorias en L’Obrador de la Sala Beckett de Barcelona, bajo la dirección del autor, con el siguiente

Reparto

Ester Aira como madre de Achicoria,

Clara Canetti y KittyFran Arráez como Achicoria, Roberto y Manuel

Achicoria

Valentín

pasó

gran parte de su infancia

entre la escuela,

su casa

y los vestíbulos de hotel.

Su padre le recogía del colegio, se lo llevaba a un hotel, a un vestíbulo de hotel.

Valentín

conocía

todos

los hoteles de la ciudad

por el color de sus vestíbulos.

Se llevaba muy bien con los conserjes,

siempre le traían zumos,

un refresco con gas,

estaba allí hasta que su padre

saliera del ascensor.

Una hora,

casi siempre.

Valentín,

un día,

llovía,

su padre y él

llegaron al hotel azul.

Calados hasta los huesos.

El hotel azul.

Valentín se sentó en el vestíbulo, en su sillón favorito.

Su padre colgó el abrigo en el sillón, en el respaldo, y su jersey, un jersey verde con cuello de pico.

– Vigílamelos bien, ¿eh? – le dijo a Valentín.

El abrigo y el jersey

verde

con cuello de pico

en el respaldo del sillón

mojaban la nuca de Valentín.

El conserje, como el sillón, también era su conserje favorito.

El conserje no decía nada. Miraba a Valentín y no decía nada.

A Valentín le gustaba tener algo que hacer, como

vigilar el abrigo y el jersey de papá.

Pero a veces se aburría y prefería mirar cómo llovía en la calle.

El conserje se acercó.

Un zumo de naranja.

Valentín,

en silencio,

se lo bebió todo,

de un solo trago,

sin respirar,

muy rápido.

Cuando llegaron a casa

su padre y él,

su madre se puso a gritar.

Era la primera vez que Valentín veía gritar a su madre. Su madre le preguntaba a su padre dónde se habían

metido, por qué habéis tardado tanto, por qué llevas el jersey verde al revés.

Aquella noche

se gritó mucho

hasta que su madre recibió.

Sólo entonces volvió el silencio.

Por fin.

Todo en calma.

A Valentín no le gustaban los gritos.

Prefería el silencio.

Un niño

demasiado pequeño

para comprender que a su padre aún le gustaba más,

mucho más, el silencio y que, con tal de conseguirlo, era

capaz de levantar la mano.

El conserje fue el único que vio al niño

dejar el vaso de zumo vacío

en la bandejita de la mesa

y levantarse del sillón con los labios brillantes,

trocitos de pulpa en sus labios,

sus manitas en el jersey de pico verde

le dan la vuelta.

Al día siguiente, mamá se levantó con la cara sucia.

Valentín se había preparado el desayuno

harto de esperar a que su madre fuera a sacarle de la

cama.

Le preguntó a mamá

qué sucedía,

tenía un borrón en la cara.

Mamá no respondió.

Valentín abrió su estuche de lápices y sacó una goma de

borrar.

Intentó quitarle las manchas a su madre,

pero la mujer se apartó con una risa

que se convirtió en sonrisa,

sonrisa que se convirtió en labios mordidos,

labios mordidos que se convirtieron en llanto.

Pasó un mes

sin que su padre volviera a llevarle de hoteles,

de vestíbulos de colores. Al mes,

los hoteles cambiaron, hoteles nuevos,

y Valentín ya no esperaba una hora a que su padre volviera del ascensor. Esperaba dos, tres horas o más.

Y a su madre cada noche le costaba menos golpes volver al silencio.

– Tin – su madre le llamaba Tin si estaban solos –, ¿qué haces?

El niño se probaba un vestido de su madre,

un vestido largo de franela.

Cuando su madre se lo ponía, a Valentín le encantaba abrazarla y frotarse con las mejillas.

La tela, la sensación era tan agradable. Por todo el cuerpo.

–Tin, no seas tonto.

Mamá le desvistió. El niño se quedó en calzoncillos, muy quieto, mamá guardaba el vestido en el arma-

rio.

Una noche

su madre le despertó

y entre sueños la vio

con la cara tan oscura

a través de un torrente de lágrimas,

miedo.

– Tin, vámonos – dijo.

Nos fuimos a un hotel. Yo me senté en el vestíbulo. Mamá me preguntó qué hacía ahí sentado. Entonces descubrí que en los hoteles también había habitaciones. Dormitorios. Compartí con mamá uno muy bonito, con dos camas pequeñas. Mamá durmió destapada. Era la primera vez que la veía desnuda. No era muy diferente a mí, aparte de esos ribetes negros en su piel. Esas manchas de tinta. En la cara, en los brazos, en la espalda. Un inmenso atlas de dolor.

Cómo podía quitarle aquellas manchas. Quitárselas, borrarlas... El niño abrazó a su madre y le frotó la

piel con los dedos mojados en saliva. Mamá se quejaba, seguía sangrándole un oído. El niño no la soltaba. Quería arrancarle aquellas manchas de la piel, manchas violetas, manchas marrones, manchas amarillas. Aquella noche Valentín tuvo una pesadilla. En la pesadilla, su madre reventaba de pus por cien heridas diferentes y caía inerte al lado de un camino, rodeada de flores violetas, marrones y amarillas. Valentín le preguntaba a su madre muerta qué flores eran aquellas.

– Achicorias.

Por la mañana,

mamá llevó al niño a la escuela.

De camino,

Valentín le preguntó qué eran las achicorias.

– Son flores que crecen en los arcenes de las carreteras, en los descampados, en los márgenes del camino.

Acabaron las clases y mamá no le esperaba en la puerta de la escuela.

Estaba su padre.

Le invitó a cenar fuera. Valentín tenía tanta hambre.

Luego fueron a un hotel.

Al llegar a casa, mamá esperaba en silencio. Qué extraño. En silencio. Tan pronto.

– Hoy tu hijo ha comido – dijo papá.

Mamá se mordió la boca. Sus ojos, tan brillantes.

Una tarde, nadie vino a recogerme a la escuela. Regresé a casa caminando, yo solo. Nadie abrió cuan.

do llamé a la puerta. De repente, un tumulto. Ruidos de sirenas. Gente con uniformes altos. Quisieron

apartarme, llevárseme adónde. Derribaban la puerta de casa. Me colé entre muchas piernas. La casa, la

habitación en llamas. Mamá, la cama, desnuda. Olor de alcohol, de pastillas, de fósforos consumidos.

Carbonizada, oí que decía alguien, ¡qué hace ese crío aquí!

Vestido de franela.

Con trece años.

Con tantas calles pisoteadas.

Con trece años.

Vestido como mamá.

Con las manchas en la cara

y en los hombros.

A los hombres les gustaba.

En la barra de un hotel, un hombre me preguntó cómo te llamas. Achicoria. Qué nombre más raro, eres

guapa... Algunos incluso quisieron darme afecto, afecto como el de mamá, pero al final siempre preferían darme dinero. Yo, con el dinero, qué hacer.

Una vez leí un libro de un niño con un nombre muy raro también que de la noche a la mañana se transformaba en niña y luego en niño de nuevo pero seguía siendo la misma persona. Cuando acabé de leer el libro, recuerdo que no pensé que el sexo fuera una cosa diferente, no sé, algo aparte, que separara a las personas. Pensé en la mujer que escribió el cuento, que acabó suicidándose por no poder ser hombre.

Yo no me visto de mujer para ser mujer. Me visto de mujer para ser como mi madre, el único ejemplo de persona bonito en mi vida. Qué injusticia para mí misma, lo sé. Renunciar a tanto. Mi vestido de franela, los tacones, mi chulo, venme a buscar que hoy salgo, y a la calle. Renunciando. No puede ser de otra manera. Para que se acerquen los que deben, los que creen que deben ganar, hay que dejarse perder.

Una vez,

sólo una vez,

me valí de mis derechos y descubrí

que el niño que llevaba dentro de mí

también había crecido feo.

Fue con mi chulo.

Golpeé como hombre a quien se creyó con derecho de golpearme como hombre. Le enseñé que conmigo

ese derecho

no servía de nada:

me defendí.

No pudo soportar perder, renunciar a su condición de ganador. Y se fue. Los hombres, si no ganan, se

sienten vulnerables. Y se van. Se llamaba Adolfo. Y Bertín, y Ernesto... Me dolió porque les amaba. Tuve que olvidarles. Y regresar a las barras de los hoteles. A mi martini blanco, frío entre las manos, a mi mirada hinchada de islas de dolor, archipiélago de sueños perdidos.

Por querer ser más que un hombre, me han cortado de raíz. Hasta los hombres justos acaban por sucumbir ante los hombres. Injusto. Renuncié y perdí y por eso ahora todos creen que soy menos. Mentira. Algunos, además, me creen muerta. Muerta. Mentira. No estoy muerta. Muerto. Sigo viva, madrugada tras madrugada, qué difícil levantar los días, cada día más... Intento hablar, de verdad, lo intento, pero Adolfo y Bertín y todos los demás prefieren el silencio y levantan la mano y.

Achicoria por las calles. Conocía a todos los conserjes de todos los hoteles. Aquellos hombres que en mi infancia habían sido gentiles conmigo, ahora no eran más que cómplices de mi trasnochar podrido. La inocencia se fue, claro, nada más vulnerable que la inocencia. Los colores de los vestíbulos se apagaron.

Valentín, el niño, se rezagó en alguna esquina de la vida para llorar. No conservo de él nada más que el

nombre que soñé en aquella pesadilla, Achicoria, el nombre de una mujer que sabe que ser mujer no es

bueno, pero es que no tener madre es peor. Y algunas noches lloro a mi madre y le digo al vacío que la

quiero y que nunca nadie me quiso tanto como ella y a Achicoria la encuentran de madrugada, en el margen del camino, violeta, marrón y amarilla, entre contenedores de basura, y el sol despunta y el vacío aún sin responder.

No quiero callar. No puedo callar más. ¿Me habéis oído?

Ahora os toca a vosotros.

Por favor. Hablad.

Por favor.

Hablad.

¡Hablad!

Clara

Me encanta esta discoteca. Pinchan una música que me vuelve loca.

–¿ Bailas?

– Déjame en paz, pesado.

Me encanta esta discoteca. Pinchan una música que me vuelve loca.

– ¿Eres la de la tele?

– Déjame en paz, pesado.

Me encanta esta discoteca. Pinchan una música que me vuelve loca.

– ¿Nunca has sentido la necesidad de creer?

– ...

Sus ojos. Irregulares. No encuentro otra palabra para describirlos. Su sonrisa. Tan parecida a una primera sonrisa. Y esa... esa necesidad suya de ser creído.

Yo estaba sentada en mi taburete, el de siempre, en la barra, las piernas cruzadas, el bolso del hombro,

él con los dedos en la copa, sus ojos irregulares como cubitos de hielo, su sonrisa de perfil. Una camisa

horrorosa.

Me puso nerviosa. Su pregunta. Si alguna vez había tenido... había sentido la necesidad de creer. Nerviosa. No, nunca. Nunca he sentido la necesidad de creer. Pero por fin.

Metió el dedo en su cubata y removió los cubitos. Los ojos giraron como locos. Saca el dedo y me lo muestra.

Creo que quiere remover mi cubata. No se atreverá... Me gustaría, sí, me gustaría, pero es de tan mal

gusto. Aquí todo el mundo me conoce. Me miran. Soy la de la tele. Y su dedo ante mí. Como un crucifijo. No me lo ha preguntado pero sé que quiere remover mi cubata. Ha dicho algo pero no me he enterado, no estaba escuchándole, algo como qué guapa eres, algo por el estilo, una frase manida, seguro, pero esos ojos, a lado y lado de la cruz...

Me hago la coqueta. Me hago muy bien la coqueta. Él es rápido. Y lanzado. Su mano en mi cintura, sus

labios en los míos. Tiene los labios de barro. Sus labios manchan, humedecen los míos. Dice algo como

que si no me gusta que me llamen guapa. Calla y devuélveme tus labios, capullo.

Su mano sube por mi espalda. Hacia la nuca. Estoy perdida. Mi nuca y estoy perdida. Me la pellizca. Creo que gimo. Suerte que con la música no se oye nada.

–¿Cómo te llamas?

Voy a responder. No. Aparto las palabras y su lengua entra entera en mi boca. Fresca, chorreante. Su paladar sabe amargo, demasiado alcohol, a éste no se le levantará... El dedo, su dedo, el crucifijo, se abre paso entre las lenguas, se cuela en mi mejilla, está helado. De repente, lo saca a lo bestia. Grito de dolor. La boca me quema. ¡Me ha arañado por dentro!

– ¡Bruto!

– Créeme.

Me coge por la cintura. Me pregunta si quiero ir a su casa. No le digo que no enseguida y sonríe, piensa

que sí quiero, que estoy convencida, me levanta en volandas del taburete, como a una colegiala, y me deja en el suelo.

– Seré duro contigo – dice mientras salimos por el pasillo de la discoteca. Hay mucha gente alrededor. Me lo ha susurrado al oído. Nadie se ha enterado.

Tiene un fiat. Como mínimo, está limpio. Grito cuando baja mi asiento de golpe y se coloca a horcajadas encima de mí, hay gente en la puerta de la discoteca, nos van a ver, pon... pone... su entrepierna... sobre mi cuello. Me revuelvo. Cabrón. Quiero salir, un taxi, por favor, y a casa pitando, encerrarme en casa, mi superpisito nuevo, qué gusto, echar los cerrojos, quitarme esta mierda de zapatos, dejarme caer sobre la alfombra, masturbarme.

Se baja la cremallera. Le miro a los ojos. Parece tan dulce. Él vuelve a sonreír y me dice que hacía mucho tiempo que tenía este sueño... Su miembro cae sobre mi boca. Lo coge con la mano, me golpea los labios, está blandito, no sé si ahogarme o reírme. Tengo los pezones duros como piedras y él lo nota. Me los acaricia. Con la otra mano. Cierro los ojos. Una noche es una noche. Es bueno, el capullo. Sus muslos empiezan a molestarme, pesa mucho y me los clava en los brazos. La cosa empieza a resultar incómoda.

– Cariño.

Ha dicho cariño.

– Cariño, ¿quieres que vayamos a casa?

– Te he dicho antes que sí.

Se retira y me besa con ternura.

Por el camino me cuenta que se llama Roberto, abogado, ha vuelto hace poco de vacaciones, un viaje por los países del este, no le ha gustado demasiado, fue con la familia, que prefiere quedarse en casa y comerse un buen plato de carne del país que los viajes, pero sobre todo le gustan las mujeres con sal y pimienta.

Me coge la mano y se la lleva al muslo. Tiene buenas piernas. Estamos un rato en silencio. Conduce bien. Me relaja la gente que conduce bien, yo nunca he aprendido, me da miedo.

Aparca en un parking, dice que vive a dos manzanas de ahí. Salimos del coche y me da la mano. Está fuerte el tipo.

Doblamos una esquina y me paro de golpe. Increíble. Mi barrio. Me pregunta si sucede algo, le digo que no. Qué casualidad, vivimos en el mismo barrio. Eso que me ahorraré en taxis luego.

Ochenta y cinco, ochenta y tres (la floristería), ochenta y uno (el estanco), setenta y nueve, setenta y siete (la zapatería esa tan cutre)... Estoy alucinando. Setenta y cinco (saca las llaves y dice es aquí). Abre el portal, la luz se enciende sola, una célula fotoeléctrica, los buzones, Federico González Gómez (prime.ro-primera), Mariana Espinosa Tresco y Esteban Primo de la Fuente (primero-segunda), Clara Canetti (segundo-primera... Yo).

Roberto pide el ascensor. Vive en mi mismo edificio. Impresionante. ¡Somos vecinos! No le digo nada,

pero algo nota. Me pregunta de qué me río. De nada, de nada. Qué bueno.

Segunda planta.

Sale del ascensor.

¡Mi vecino de rellano!

Casi no puedo evitar el dirigirme hacia mi puerta, sacar las llaves, meterme en casa, mi felpudo con el

welcome ahí, el dibujito feliz de una vaca saludándome, esperándome, qué risa, Roberto me invita a pasar delante y enciende la luz del recibidor.

– Desnúdate. De esta noche te acordarás toda la vida.

La ventana del salón da al patio interior de la manzana. No entra mucha luz, suficiente para ver que está decorado con cuatro cosas, muy minimalista el tipo. Dejo el bolso sobre un sofá. Tropiezo con algo, qué es. La luz del recibidor se apaga. Se abalanza sobre mí, caemos al suelo, se sienta en mi espalda, noto su miembro golpeándome la cabeza, saca algo del bolsillo, qué, oigo que esnifa algo sin dejar de golpearme con su..., ¡Roberto!, grito, ¡para ya!, deja, me permite que me gire, su cara, no veo llegar el tortazo, un reguero de sangre sale disparado a ras del suelo.

Luego, los siguientes.

Sin final.

Zorrita, voy a matarte,

zorrita.

No.

Sólo puedo decir no entre golpe y golpe.

Zorrita, si dices algo a alguien te mato,

zorrita.

No.

Me desmayé.

No.

No me desmayé.

Estaba como inconsciente pero

no.

Sentí que me violaba.

No tenía fuerzas para resistirme.

Ni aire.

Es lo único que pensaba, que no tenía fuerzas ni aire, que no debía dejar de respirar mientras seguía violándome.

¿Verdad que te acordarás toda la vida,

zorrita guapa?

¿Verdad que te acordarás toda la vida,

zorrita guapa?

¿Verdad que te acordarás toda la vida,

zorrita guapa…?

¡Es que no se acaba nunca!

Ya no le oía.

Me despertó un ardor en los ojos.

Estirada en el suelo. No veía nada.

Las manos a los ojos.

Órbitas encharcadas... Algo.

Los dedos a los labios.

Sangre.

¿Dónde estaba?

¿Dónde estaba él?

Me levanto,

es de día,

hacia la puerta,

sin cerrar,

salgo al rellano,

mi ascensor,

mi felpudo de welcome,

el dibujito feliz de una vaca saludándome,

mi puerta,

no puedo entrar en mi puerta,

ni en el ascensor,

bajo las escaleras,

tropiezo,

caigo dos,

tres,

cuatro escalones,

sin tobillo,

en la calle,

corro,

setenta y siete,

setenta y nueve,

ochenta y uno,

ochenta y tres,

ochenta y cinco,

ochenta y siete,

tres mil doscientos cincuenta millones...

No sé cómo, pero al fin conseguí entrar en casa.

Y no salí.

Me llamaron del programa, no podía ir, les dije, que estaba despedida, me da igual, no podía ir.

Vivía en un rincón de la casa, todos los cojines y las mantas apilados allí, en el rincón más alejado de la

pared, de la pared de al lado.

Él estaba al otro lado.

Lo sabía.

Y yo no podía salir.

Volvería a hacérmelo.

No podía salir.

Me ahogaba con sólo pensarlo.

Una semana después,

me despertó un ruido.

De la pared.

Después llegaron los gritos.

No podía llorar,

tenía pánico

de que me oyera.

Ella,

quienquiera que fuese,

tampoco lloró.

Simplemente,

se apagaron sus gritos. 

De repente.

Un crujido.

Quizás lo imaginé.

No más ruidos.

Excepto los gritos.

Aquellos gritos.

Clavados en mi pared.

No llamé a la policía.

No podían nada.

Yo, todo lo que había perdido...

Tanto.

Nada que hacer.

Que devolver.

Vendí el piso.

Cambié de ciudad.

De provincia.

Pero los gritos.

Siguieron en aquella pared.

En esa pared.

En esta pared...

Kitty

– ¡Y después de este pequeño intermedio, ha llegado la hora del mejor striptease de la noche, de cualquier noche, de todas las noches, en breve ante ustedes, estimado público! ¡Les presento a la más erótica y explosiva de nuestras mujeres! ¡Sí, para todos ustedes, la fantástica Kitty! ¡Aplausos, aplausos paraKitty la fantástica!

se acabaron los niños, se abre otra noche fantástica para Kitty,para Kitty la fantástica,voy a hacerles vivir la mejor noche de su vida, la más fantástica, claro, la mejor noche de toda su vida, por.que quién les dice que esta noche no es toda la noche que les queda por vivir, mañana, ¿quién sabe?, ayer, ¿quién se acuerda?, el presente puede cambiarlo todo y más rápido que de la noche a la mañana, y tanto, ¿para qué esperar a la mañana?, la luz hace que veamos las cosas tal como son, vaya mierda, no merecen verse tal como son, a mí no me gusta despertarme de día, espero a que anochezca, entonces puedo soñar que las cosas son como me gustaría que fueran, me engaño, sí, pero prefiero engañarme a ser engañada por las luces de otros que a nadie le pedí que alumbrara mi camino, aquellos focos en la carretera que me deslumbraron, quería vivir en la noche, en aquella noche, en aquella noche que sería todas las noches para mí, la primera y la última, y al despertar en la cuneta ya no sería yo, estaría fría y harían conmigo lo que quisieran bajo sus luces, a la mierda, ¿por qué tuvo que aparecer aquel coche?,

– ¿Subes?

no soy una puta,

– Cuánto.

no soy una puta,

– Dónde vas. Puedo ayudarte.

¿tienes una pistola?,

– Tengo algo mejor...

dijo tengo algo mejor,

– Mis propias manos...

dijo mi polla,

no, no

– Así. ¿Así te gusta más?

me duele,

– La tengo gorda, ¿verdad? Zorrita...

me duele,

– ¿Te duele?

sí,

– ¡Joder! Te he hecho sangre...

no,

– Quieres que siga, ¿eh?

qué más me da,

– Cierra los ojos y déjate llevar... Cree en mí...

¡no, eso no!,

– Estoy a punto, estoy a punto...

Dame fuego.

sí,

– No podemos continuar así.

¿cómo?

– Así, coño, sin dinero. El dinero no acude soñando.

pero yo no sé hacer nada,

–¿Y todas esas historias que cuentas?

¿no dices que soñando no saldremos nunca de esta mierda?,

– Bueno, no sólo las cuentas por la boca. A mí me las contaste con el cuerpo, ¿recuerdas? Nuestra primera noche.

te corriste sin condón,

– Qué más te daba. El daño ya te lo habías hecho tú. Tienes que vender tus historias, cariño. Con tu boca.

Y con tu cuerpo. Hazlo por mí. Tienes que hacerlo por mí.

Yo soy tu luz.

no,

– Yo soy tu luz.

¡Quítate la ropa!

¡Que te desnudes!

no puedo,

– ¡Tienes que hacerlo por mí! ¡Por mí!

¡El público! ¡Desnúdate!

¡Querido público! ¡Esta noche han ido a parar al mejor tugurio de la ciudad! ¡Sí, ya sé, las bebidas están aguadas y en el lavabo hay que hacer cola con las cucarachas, pero a que no saben quién ha venido esta noche! ¡La fantástica Kitty! ¡En cuerpo y alma para todos ustedes! ¡Aplausos, aplausos para Kitty la fantástica!

Música de striptease.

Primer Striptease

¡vaya mierda de aplauso!,

Fin de la música.

Primer striptease interrumpido.

– ¿Cómo quieres que aplaudan? ¡Estás hecha una piltrafa! ¡Así no me calientas ni a mí!

no digas eso,

– ¿Te quejas de que te diga la verdad? ¿Prefieres que te mienta? Pues calla. Y sí, ¡estás hecha una mierda!

¡Puta escoria! ¡Levántate! ¡Y desnúdate! ¡Que te desnudes! ¡No ves que quieren verte las tetas!

¿por qué?,

– Como no aplaudan ahora, te mato.

¡La fantástica Kitty! ¡Aplausos, aplausos!

Música de striptease.

SegundoStriptease

¡cerdos!,

Fin de la música.

Segundo striptease interrumpido.

–¡A ver…!

¿Quieres?

no, gracias,

– La he conseguido a buen precio. Nos lo podemos pasar bien.

lo dejé hace mucho, ya lo sabes,

– Claro, porque era malo. Pues entérate, en esta vida no hay nada malo ni nada bueno. Hay nada, y punto.

no te entiendo,

– ¡Qué coño vas a entender tú! Si vives a oscuras, con los ojos cerrados, para no ver lo que no te gusta...

al menos no aplaudo cuando veo algo que no me gusta,

– Aplaudes si tienes que aplaudir. Y punto. Y si no hubiera aplaudido yo en su momento, ahora no tendría esta mierda para meternos.

no puedo, me sangraba la nariz,

–Por las encías.

se me caerán más dientes, estaré fea en los stripteases,

–¿Así que lo vas a hacer?

a alguien tengo que aplaudir, no quiero estar sola,

– ¡Eso es amor, mi pequeña! Verás, nos lo vamos a pasar de puta madre. Vamos al lavabo, pero antes pídeme algo en la barra.

no tengo dinero,

– ¡Pues enséñale una teta! Un combinado para mí, cargadito, cargadito.

¿qué le estoy dando si le enseño mis tetas?, sólo puede creerse, no sé, digno de que se las muestre, orgulloso, como si creyera que se merece que me rebaje ante él enseñándole las tetas, para que se sienta superior, claro, para que me sienta bajo su poder, ¿por eso nos aplaude la gente?, ¿para que sepamos que les debemos agradecimiento?, yo no aplaudo por eso, a mí me gusta aplaudir sola, en silencio, con los ojos húmedos, por eso paso tanto tiempo con los ojos cerrados, para que no me vean al borde del llanto y piensen la pena que doy tan calladita, la tontita, mírala, con los ojos llenos de lágrimas, nunca entiende nada, y yo sigo callada y ellos son los únicos que hablan porque tienen que decir que soy yo quien nunca entiende nada porque tienen miedo de que, si no lo dicen, sean ellos los idiotas, pero yo no soy idiota, lo que pasa es que soy lo suficientemente inteligente como para saber que nadie puede entenderme, antes sí hablaba, y mucho, y me aplaudían y no por mis tetas o mi culo, me aplaudían por lo que decía, siempre es así hasta que haces algo, o les muestras algo, que no entienden, y dejan de aplaudirte, y hablan entre ellos para aplaudirse la decisión de estar todos de acuerdo, en contra mía,el aplauso se da como se quita,mis ojos, no,por eso no me gusta abrirlos,me hacen sentir que estoy sola,

– ¿Y las bebidas?

No me mires así, te he dicho mil veces que no me gusta que me mires así.

¡Calla!, ¡no digas nada!

¿estás bien?,

– ¡Joder...! ¡Que te he dicho que no me mires así! No me gusta que me mires con esa cara. Y menos que

hables, joder. Seguro que tendría que darte la razón...

¡El espectáculo continúa!

¡El mejor striptease de la noche, de cualquier noche, de todas las noches, en breve ante ustedes, estimado público! ¡Les presento a la más erótica y explosiva de nuestras mujeres! ¡Sí, para todos ustedes, la fantásti.ca Kitty! ¡Aplausos, aplausos para Kitty la fantástica!

Música de striptease.

Tercer Striptease