Sentido del deber

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Sentido del deber

Ernesto Caballero

A María

...y así pongo

mi mano en sangre bañada

a la puerta: que el honor

con sangre, señor, se lava.

(Calderón. El médico de su honra. J. III)

Figuras que aparecen

Mencía, guardia civil médico.

Jacinta, guardia civil enfermera.

Enríquez, cabo de la Guardia Civil de Tráfico.

Gutiérrez, guardia civil destinado en Administración.

Sargento Reyes, comandante en plaza.

         La acción tiene lugar en una casa cuartel de la Benemérita, aquí y ahora: en la nueva España de    todos los tiempos.

Escena Primera

         Mencía es un número de la Guardia Civil.

            Como médico atiende

            a todos los que viven en la casa cuartel.

            Las cinco de la tarde en la enfermería.

            Agosto en la comarca.

            Quien no duerme la siesta se tiene que aguantar.

            Así nuestra doctora que hojea una revista

            sin ningún interés. Suspira, se levanta

            y se emplea en el riego del típico geranio.

            Lo hace con vehemencia y se desborda el agua

            al momento que acude Jacinta, su ayudante:

            cosecha renegada de los campos pacenses.

            Trae el gesto excesivo, excitada en extremo

            del suceso que anuncia.

Jacinta. - Ahí afuera...

Mencía. - ¿Sí?

Jacinta. - Un herido.

Mencía. - ¿Qué ha pasado?

Jacinta. - Uno de Tráfico que se ha caído de la moto...

Mencía. - ¿Conocido?

Jacinta. - Yo no le he visto nunca, pero ha preguntado por tu marido.

Mencía. - ¿Por mi marido?

Jacinta. - ¿Qué te ocurre?

Mencía. - Nada... Hazle pasar.

         Sale la enfermera dejando una brizna

            de inquietud difusa. El cabo Enríquez

            entra renqueante. Un desgarro en la pernera

            deja entrever un brote de sangre negra.

Jacinta. - Con cuidado... Túmbese aquí... No tiene fractura...

Mencía. - Ha tenido suerte, cabo Enríquez...Enríquez. - Ya lo creo, guardia Mencía.

Mencía. - A sus pies...Enríquez. - ¿Qué haces tú aquí?

Mencía. - De momento curarte esta herida. Enríquez. - Qué sorpresa.

Mencía. - Mira que írtela a dar a la puerta de mi casa.

Enríquez. - El destino.

Mencía. - Sí, mi destino está de sanitaria en esta casa cuartel y el tuyo, por lo que parece, está en           Tráfico: sección accidentes.

Enríquez. - ¡Cuánto tiempo!

Mencía. - Algo más de tres años.

Jacinta. - Parece que os conocéis.

Mencía. - Jacinta, mi ayudante. Miguel Ángel Enríquez.

Jacinta. - A sus órdenes, cabo.

Mencía. - ¿Y ese galón?

Enríquez. - Méritos por la Patria.

Mencía. - ¡Cuánto tiempo!

Enríquez. - Tres años y siete semanas. Lo que tiene uno que hacer para volver a ver a los viejos amigos.

Mencía. - El teléfono es menos traumático.

Enríquez. - Nos habíamos perdido la pista.

Mencía. - Nunca es tarde si la dicha es buena.

Jacinta. - Estoy ahí afuera.

Mencía. - Gracias, Jacinta.

         Jacinta se marcha con un gesto vago que lanza al vacío, un: “yo aquí estoy de más”.

Mencía. - ¿Cómo te va la vida?

Enríquez. - Más o menos como siempre.

Mencía. - ¿Te has casado?

Enríquez. - No.

Mencía. - ¿A qué esperas?

Enríquez. - A que alguna se deje engañar.

Mencía. - Sigues igual que siempre.

Enríquez. - A ti en cambio se te ve mucho mejor.

Mencía. - No puedo quejarme.

Enríquez. - Desapareciste como el cuerpo del delito.

Mencía. - Fue lo mejor.

Enríquez. - ¿Por qué?

Mencía. - Todo eso ya es agua pasada.

Enríquez. - Nunca se sabe.

Mencía. - ¿Qué quieres decir?

Enríquez. - Donde hubo fuego...

Mencía. - Vamos...

Enríquez. - He venido a buscarte.

Mencía. - ¿Cómo?

Enríquez. - Es una broma.

Mencía. - Yo sí me he casado.

Enríquez. - Enhorabuena.

Mencía. - Hace un año.

Enríquez. - ¿Y?

Mencía. - ¿Y?

Enríquez. - ¿Niños a la vista?

Mencía. - De momento, no.

Enríquez. - Y, ¿qué tal?

Mencía. - ¿Qué tal, qué?

Enríquez. - Qué tal, así en general.

Mencía. - Bien.

Enríquez. - Bien.

Mencía. - Bien, en general.

Enríquez. - Muy bien.

Mencía. - Sí, muy bien.

         Silencio.

         Esto ya está. Diez días con la venda. Y reposo.

Enríquez. - Tengo que estar en Sevilla esta misma noche.

Mencía. - A ver si te pueden llevar. No estás para subirte a la moto.

Enríquez. - Ni la moto está para llevarme.

Mencía. - No puedes, ni debes moverte.

Gutiérrez. - Ya has oído a la doctora. Aquí ella tiene el mando en plaza. Así que ojo. ¿Qué te ha            pasado, pikoleto?

            Entra el guardia Gutiérrez,

            un hombre tranquilo que ha echado barriga

            sentado a una mesa redactando informes.

            Está satisfecho de cómo le ha ido:

            su esposa, el trabajo, la vida tranquila,

            falta de ambición.

Enríquez. - ¡Guti! ¡Cuánto tiempo, coño! Sabía que andabas por esta casa cuartel.

Gutiérrez. - Y te has dicho: Vamos a hacerle una visita al bueno de Guti. Así que has cogido la moto y             casi te descuernas...

Enríquez. - La verdad es que iba con prisa...

Gutiérrez. - Algún lío de faldas...

Enríquez. - Pues ya que lo dices.

Gutiérrez. - Te has ganado una multa gorda por exceso de velocidad: una buena cena en casa.

Enríquez. - Me gustaría, pero...

Gutiérrez. - Nada, no hay más que hablar.

            El guardia Gutiérrez es hombre de orden.

            Se casó algo tarde para la costumbre.

            Tiene el trato afable y las cosas claras:

            si no te complicas, la vida no es mala.

            Espera paciente hijos que no llegan,

            y dice que acepta que trabaje ella,

            siempre y cuando cuide las cosas de casa.

            Nunca se ha quejado. Y se enfada poco,

            por eso su fama es de pusilánime,

            así que se encarga de la burocracia,

            de asuntos internos, y de lo que haga falta.

Gutiérrez. - Será posible... Salirte de la calzada... Seguro que ibas como una bala... Te conozco...

Enríquez. - Quería hacerte una visita y no encontraba la excusa...

Gutiérrez. - Estás en buenas manos.

Enríquez. - Ya me he dado cuenta.

Gutiérrez. - Mencía, tu doctora, es mi mujer.

Enríquez. - Ya.

Gutiérrez. - ¿Te extraña, verdad? Los feos tenemos suerte.

Mencía. - Yo sí que he tenido suerte.

Gutiérrez. - ¿Y eso?

Mencía. - Contigo.

Gutiérrez. - Es la primera vez que me haces un cumplido en público.

Mencía. - ¿De qué os conocéis?

Gutiérrez. - De la Escuela de Guardias Jóvenes. ¿Qué ha sido de ti desde entonces? Veo que te han      ascendido.

Enríquez. - Estuve en el Norte.

Gutiérrez. - ¿Y ahora?

Enríquez. - En Sevilla. Comandancia de Tráfico.

Gutiérrez. - Ya nos contarás qué se te había perdido aquí, en la comarca.

Enríquez. - Cumplía una misión.

Gutiérrez. - Qué misterio. Más tarde, en la cena nos lo cuentas todo.

Enríquez. - Tengo que marcharme.

Gutiérrez. - ¿Así como estás?

Enríquez. - No es nada.

Mencía. - No debe moverse.

Gutiérrez. - Ya has oído a la especialista. Ella manda, como doctora y como mujer.

Enríquez. - De verdad, no puedo.

Gutiérrez. - Pero, ¿por qué?

Enríquez. - Tengo una amiga...

Gutiérrez. - ¿Una amiga?

Enríquez. - Y un amigo...

Gutiérrez. - ¿Y?

Enríquez. - Y mi amiga es muy amiga de mi amigo.

Gutiérrez. - ¿Qué quieres decir?

Enríquez. - Tengo que cuidar lo mío.

Gutiérrez. - Pues vaya amiga.

Mencía. - Pues vaya amigo.

Gutiérrez. - Hay mujeres y mujeres.

Mencía. - Muchas veces uno ve síntomas donde no los hay. Empieza a medicarse, y al final, como se     suele decir, es peor el remedio que la enfermedad. Si de verdad confías en ti, y sobre todo, en esa         mujer, demuéstralo. Porque no dudo que si te has fijado en ella es porque es de fiar.

Enríquez. - Doctora, quien confía en una mujer sí que es un loco de atar.

Reyes. - ¿Qué pasa, cabo, que ahora los de Tráfico sois los que tenéis los accidentes? El mundo del       revés. Mala cosa.

         Entra el sargento Reyes, comandante en plaza,

            rostro abotargado de tanto cubata.

            Su campechanía resulta forzada,

            tal vez porque eleva el tono de voz

            y porque se siente un rey capataz.

Enríquez. - Me alegro de volver a verle, mi sargento.

Gutiérrez. - ¿Os conocéis?

Reyes. - Hemos compartido destino en las Vascongadas.

Enríquez. - No me lo recuerde.

Reyes. - ¿Cómo estás?

Enríquez. - Estupendamente.

Mencía. - No tiene fractura.

Gutiérrez. - De éstas ya ha tenido unas cuantas jugando al fútbol. ¿Te acuerdas?

Enríquez. - ¿Cómo no voy a recordar tus entradas en plancha?

Reyes. - Aquí todo dios se conoce. ¿Qué hacías por aquí?

Enríquez. - Seguía un coche sospechoso. Moros. Coche robado.

Reyes. - Pues da el parte en Sevilla. Que aquí no queremos líos.

Enríquez. - Ahora mismo salía para allá.

Gutiérrez. - Después de cenar.

Mencía. - No está para viajes.

Reyes. - Lo dicho. Tú a la buena vida y que hoy pringuen otros.

Gutiérrez. - Lo dice por mí. Entro esta noche de guardia de puertas.

Reyes. - Pues a vigilar.

Enríquez. - Que te sea leve.

Gutiérrez. - Entro a media noche. Tenemos tiempo de cenar juntos.

Enríquez. - En fin, sea. Acepto vuestra invitación.

Reyes. - Así se habla. De momento te vas a tomar un pelotazo, que es la mejor medicina.

Jacinta. - ¿Y nosotras, qué?

Reyes. - Vosotras a preparar la cena.

Mencía. - La mujer y la sartén en la cocina están bien.

Reyes. - Qué mujer más lista.

Gutiérrez. - No tanto, no tanto...

Mencía. - ¿Por qué dices eso?

Gutiérrez. - Porque te has casado con este pringado.

         Y salen, jocosos, el sargento Reyes

            y el cabo Enríquez

            y el guardia Gutiérrez.

Jacinta. - ¿Te ocurre algo?

Mencía. - No es nada.

Jacinta. - Cualquiera lo diría.

Mencía. - Jacinta, eres mi amiga.

Jacinta. - Eso creo.

Mencía. - Esto que no salga de aquí...

Jacinta. - Descuida.

Mencía. - Estuve saliendo con ese cabo... antes de casarme... claro...

Jacinta. - ¿Tú y él?

Mencía. - Sí.

Jacinta. - ¿Y?

Mencía. - Cuando me casé dejé de salir con él.

Jacinta. - Lo normal.

Mencía. - Pues eso es todo.

Jacinta. - Vaya.

Mencía. - Desde entonces no ha habido nada.

Jacinta. - ¿No le has visto desde entonces?

Mencía. - Nunca hasta hoy. Tres años y siete semanas.

Jacinta. - ¿Y?

Mencía. - ¿Y qué?

Jacinta. - ¿Qué es lo que has sentido?

Mencía. - ¿Sentido?

Jacinta. - Digo yo que algo habrás sentido.

Mencía. - Algo.

Jacinta. - ¿Algo como qué?

Mencía. - No lo sé, Jacinta.

Jacinta. - ¿No sabes? Pues no es un hombre que deje indiferente a una mujer.

Mencía. - Vamos a preparar la cena.

         Recogen sus cosas,

            se miran un rato

            y apagan la luz.

Escena Segunda

         Se acaba la cena con dulces de postre

            para la ocasión. La tele, olvidada,

            vocea encendida; aunque no perturba

            la animada charla que tiene lugar.

Enríquez. - Hacía tiempo que no cenaba tan bien.

Gutiérrez. - Mencía es de las pocas mujeres modernas que aún saben cocinar.

Mencía. - Todo el mérito es de Jacinta.

Jacinta. - Me he esmerado para la ocasión.

Gutiérrez. - A los hombres se les gana por el estómago.

Jacinta. - No a todos.

Gutiérrez. - Que se lo digan a Coquín...

Enríquez. - ¿Quién es Coquín?

Gutiérrez. - Un guardia muy formal que ahora está en Melilla.

Jacinta. - Ceuta...

Gutiérrez. - Bueno, pues eso. Ceuta.

Enríquez. - ¿Y qué pasa con él?

Gutiérrez. - Que te lo cuente Jacinta.

Jacinta. - Me fijé en él, pero...

Enríquez. - ¿Pero?

Jacinta. - Él no en mí.

Enríquez. - Qué ignorante.

Jacinta. - Tengo un pequeño defecto que él no podía llevar.

Enríquez. - ¿Y era?

Jacinta. - Ser mujer.

Gutiérrez. - Tenía la taquilla plagada de fotos de tías para disimular. Nos la dio a todos con queso. Sobre todo a Jacinta.

Enríquez. - Uno no puede fiarse ni de su sombra.

Gutiérrez. - ¿Lo dices por lo de tu novia?

Jacinta. - Tienes novia...

Enríquez. - No sé...

Jacinta. - Pues esas cosas se saben.

Enríquez. - No siempre.

Jacinta. - Cuando una mujer siente, se le nota.

Enríquez. - ¿El qué?

Jacinta. - Que siente.

Enríquez. - Ya.

Mencía. - Un poco más de café.

Enríquez. - No gracias, me quita el sueño.

Gutiérrez. - ¿A mí no me ofreces más?

Mencía. - Sí, perdona...

Gutiérrez. - Yo sí que lo necesito.

Jacinta. - ¿Y tú no haces guardias?

Enríquez. - Estoy rebajado.

Jacinta. - Pues a Guti le caen todas.

Gutiérrez. - Tampoco es para tanto. Aquí las guardias son tranquilas.

Jacinta. - Me imagino que nada que ver con el Norte.

Enríquez. - Comparado con aquello, esto es un campamento de boy - scouts... Lo que peor llevaba era   lo del chaleco antibalas, sobre todo en verano.

Jacinta. - Me encantan los hombres en chaleco antibalas... ¿Un licor?

Enríquez. - Gracias.

Jacinta. - ¿Por lo del chaleco o por el licor?

Mencía. - Jacinta creo que tú ya has bebido bastante.

Jacinta. - Espero que el de Tráfico me haga el control de alcoholemia.

Mencía. - Jacinta...

Jacinta. - Dame un respiro doctora, que no estamos consulta. ¿Guti?

Gutiérrez. - Disfrutadlo vosotros. Este boy - scout tiene que cumplir con su obligación.

Enríquez. - Guti, no has cambiado. En la Escuelacuartel era el único que llegaba sobrio al cuartel después de los permisos de fin de semana.

Gutiérrez. - Alguien tenía que conducir.

Enríquez. - Tómate otra copa. Un día es un día...

Gutiérrez. - No insistas.

Jacinta. - Hay que ver lo distintos que sois.

Mencía. - Los buenos amigos funcionan mejor siendo diferentes...

Jacinta. - Con los amigos puede... pero cuando se trata de una relación de pareja la cosa cambia...

Mencía. - ¿Qué cosa cambia?

Jacinta. - Lo dice el refrán: Dios los cría y ellos se juntan.

Enríquez. - No siempre es tan fácil...

Gutiérrez. - Tienes que dejarla.

Enríquez. - ¿Qué?

Gutiérrez. - La chica esa de la que nos has hablado. Me da que no te conviene.

Enríquez. - Tienes razón.

Jacinta. - Pues candidatas aquí no faltan.

Mencía. - ¡Jacinta!

Jacinta. - Déjanos que también lo intentemos las demás. Tú ya tuviste tu oportunidad de...

         Silencio.

Mencía. - De encontrar a mi media naranja... ¿Un poco más de licor?

Gutiérrez. - Entro de servicio.

Mencía. - Buena guardia, cariño.

Gutiérrez. - Todavía hay tiempo.

         Y quedan en silencio mirando la tele.

            Y de vez en cuando, mirando el reloj.

Escena Tercera

         Son las doce y media en el domicilio

            del guardia Gutiérrez. Su esposa Mencía

            apaga la tele y se va a acostar.

            Es noche cerrada, sin luna ni estrellas:

            noche de olvidar, sin sueños de anhelos

            que hagan despertar de la pura nada:

            del olvido oscuro que trae la renuncia.

            Mencía, la esposa, se toma dos valiums,

            se mete en la cama e intenta leer.

            Todo desfallece, hasta que unos golpes

            reanudan la vida con su sobresalto.

            Llaman a la puerta, y el pecho se enciende

            de ansia y confusión.

Mencía. - ¿Quién es?Enríquez. - Soy yo... Abre.

        

         Mencía abre. Entra Enríquez.

Mencía. - ¿Qué pasa?

Enríquez. - Buenas noches.

Mencía. - ¿Pasa algo?

Enríquez. - Tranquila.

Mencía. - ¿Cómo estás?

Enríquez. - Mejor ahora que te veo.

Mencía. - ¿Qué quieres?

Enríquez. - Saber si tenía razón Jacinta.

Mencía. - ¿Cómo?

Enríquez. - ¿A toda mujer que siente se le nota?

Mencía. - ¿De qué me estás hablando?

Enríquez. - Sí, se te nota.

Mencía. - ¿Qué?

Enríquez. - Aunque trates de disimularlo.

Mencía. - Has bebido.

Enríquez. - Por ti los vientos.

Mencía. - Ya basta.

Enríquez. - Mencía.

Mencía. - Lo pasado, pasado.

Enríquez. - ¿Y lo presente?

Mencía. - ¿Qué es lo presente?

Enríquez. - Aquí me tienes.

Mencía. - Déjame...

Enríquez. - Es inevitable.

Mencía. - Por favor...

Enríquez. - ¿No quieres?

Mencía. - No puedo.

Enríquez. - Querer es poder.

Mencía. - Estoy casada.

Enríquez. - Un papel.

Mencía. - Que compromete.

Enríquez. - ¿Qué es lo que te compromete?

Mencía. - No puedes estar aquí a estas horas.

Enríquez. - No te preocupes. Nadie me ha visto. Nadie nos ve. Y lo que no se ve no existe. ¿No

me ofreces una copa?

Mencía. - No.

Enríquez. - ¿Y un vaso de agua?

Mencía. - Pero...

Enríquez. - Sólo agua.

Mencía. - ¿Y después?

Enríquez. - Me iré. Te doy mi palabra.

Mencía. - Está bien.

         Sale Mencía hacia la cocina

            con gesto de incómoda resignación.

            Enríquez contempla la estancia

            indiscretamente. Regresa Mencía

            con un vaso de agua helada.

Enríquez. - Cuántas plantas. Esto es cosa tuya. Siempre te gustaron. Tenéis que tener cuidado por la noche. Por el oxígeno, ya sabes.

Mencía. - De noche una tiene que tener cuidado con otras especies.

Enríquez. - ¿Te molesto?

Mencía. - Tómate el agua y vete a dormir.

Enríquez. - ¿Por qué tanto hielo?

Mencía. - Lo mejor para la sed.

Enríquez. - Pues para la planta.

Mencía. - ¡Dios mío!

Enríquez. - ¿Qué pasa?

Mencía. - Mi esposo...

Enríquez. - No puede ser. Está de guardia.

Mencía. - Vete, por favor.

Enríquez. - No hemos hecho nada.

Mencía. - Aquí la gente habla mucho... Sal por esa puerta... Da a un patio trasero... Hay una tapia, pero             no es muy alta... Vete, por favor...

Enríquez. - Si tú me lo pides.

         Beso inesperado

            que despierta un instante

            fugaz pero cierto

            en esta pareja.

            (Por llamarla así.)

         Hasta pronto.

         Y desaparece como los presagios.

            Silencio de piedra. Y entra Gutiérrez.

Gutiérrez. - Buenas noches.

Mencía. - ¿Qué haces aquí?

Gutiérrez. - Creo que esta es mi casa.

Mencía. - ¿Y la guardia?

Gutiérrez. - Estoy en ella. Acabo de salir del puesto y no entro de nuevo hasta dentro de dos horas.

Mencía. - No has debido abandonar el Cuerpo de Guardia.

Gutiérrez. - Tenía ganas de verte.

Mencía. - ¿Qué tienes?

Gutiérrez. - Ganas de estar contigo.

Mencía. - ¿Te pasa algo?

Gutiérrez. - A mí nada. ¿Y a ti?

Mencía. - Nada, ¿por qué me preguntas?

Gutiérrez. - Estás despierta a estas horas.

Mencía. - Con este calor no podía dormir. Me he levantado a tomarme una pastilla...

Gutiérrez. - Para dormir.

Mencía. - Claro...

         Silencio.

            Mirada de hielo

            al hielo que se desangra.

         Le eché hielo al agua y después me arrepentí...

Gutiérrez. - Te arrepentiste

Mencía. - Estaba muy fría el agua.

Gutiérrez. - Muy fría.

Mencía. - Sí.

Gutiérrez. - Vamos al sofá.

Mencía. - ¿Para qué?

Gutiérrez. - Para acariciarte.

Mencía. - ¿Ahora?

Gutiérrez. - ¿Por qué no?

Mencía. - Ahora no es momento.

Gutiérrez. - Nunca es el momento.

Mencía. - ¿Qué quieres que hagamos?

Gutiérrez. - Lo que hacen los novios cuando se desean.

Mencía. - No sé qué te ha dado.

Gutiérrez. - Anda, siéntate.

         Y juntos se sientan, se besan, se tocan

            sin espontaneidad; como en un concurso hortera

            de la televisión. Algo se ha quebrado

            y no saben qué. O al menos, no quieren

            saber lo que saben.

            Caricias que intentan convertirse en puentes

            de estabilidad.

            Y también la escena se quiebra. Jacinta

            ha llegado para dar la alarma

            con aire alterado de preocupación.

Jacinta. - Hay un sospechoso en el patio. Lo he visto desde mi ventana. Hay que avisar al sargento. Gutiérrez. - Quedaos aquí.

Mencía. - ¿Dónde vas?

Gutiérrez. - Echaré un vistazo...

Mencía. - No vayas...

Gutiérrez. - ¿Y eso?

Mencía. - Ten mucho cuidado.

Gutiérrez. - Lo tendré, descuida.

Jacinta. - ¡Ay, Virgen santa!

Gutiérrez. - No hagáis ruido.

         Abandona la estancia

         desenfundada

         el arma reglamentaria.

Jacinta. - Hay que avisar al sargento. Puede ser un

terrorista.

Mencía. - Es el cabo Enríquez.

Jacinta. - ¿Qué?

Mencía. - Vino a visitarme.

Jacinta. - No me lo puedo creer.

Mencía. - No es lo que piensas.Jacinta. - Yo lo único que pienso es que la he metido hasta el fondo. Mencía. - Todo esto es un malentendido. No tengo nada que ocultarle a mi marido.

Jacinta. - No, si ya...

Mencía. - Lo que hubo entre nosotros terminó hace tiempo.

Jacinta. - Eso ya lo has dicho.

Mencía. - Bueno, él... de repente él...

Jacinta. - Me quedaré más callada que una muerta. Te doy mi palabra.

Mencía. - No hay nada de nada.

Jacinta. - Habría que decirle a Guti que se trata de una falsa alarma...

Mencía. - No sé si conviene.

Jacinta. - ¿Por qué?

Mencía. - La gente es muy retorcida.

         Regresa Gutiérrez bastante nervioso.

Gutiérrez. - No he visto a nadie. Hay que dar la alarma.

Jacinta. - A lo mejor yo me he confundido.

Gutiérrez. - ¿Cómo?

Jacinta. - La cena no me ha sentado muy bien. Estaba dormida, creí oír ruidos en el patio. Debió de ser             el gato.

Gutiérrez. - Entre un gato y un hombre hay alguna diferencia.

Jacinta. - No merece la pena despertar a todo el cuartel.

Mencía. - Puede que Jacinta tenga razón. Anda, guarda el arma.

Jacinta. - El gato que ha vuelto... Ya lo dábamos por desaparecido pero ha vuelto... Ya me retiro...        Buenas noches... Y perdón...

Mencía. - Buenas noches, Jacinta.

         Jacinta se retira tensa y cabizbaja.

            Silencio violento en la noche espesa.

Mencía. - ¿No vuelves al puesto?

Gutiérrez. - Ahora mismo.

Mencía. - Guti...

Gutiérrez. - ¿Sí?

Mencía. - No pasa nada.

Gutiérrez. - Que descanses.

         Y el hielo,

            sucio de tierra,

            palpita en la maceta

            como un corazón que se deshace.

Escena Cuarta

         Mañana siguiente. Interior de día.

            El sargento Reyes apura el desayuno.

            Luego llega Gutiérrez, al que ha hecho llamar.

            Saludo obligatorio y el aire contrariado

            del comandante en puesto.

            Aquí hay lío de faldas, parece barruntar

            y eso, siempre a la larga, se tiene que sentir.

Reyes. - ¿Qué, coño, pasó anoche?

Gutiérrez. - ¿Cómo?

Reyes. - ¿Por qué abandonaste el puesto?

Gutiérrez. - Fueron cinco minutos, mi sargento.

Reyes. - Tendría que arrestarte.

Gutiérrez. - Lo sé, mi sargento.

Reyes. - Y encima no das parte del incidente...

Gutiérrez. - No sé a lo que se refiere.

Reyes. - Anoche Jacinta creyó ver a un sospechoso merodear por el cuartel.

Gutiérrez. - Yo no vi a nadie.

Reyes. - ¿Por qué no diste la alarma?

Gutiérrez. - No lo consideré necesario. La propia Jacinta dice que fue el gato.

Reyes. - Y tú tan tranquilo. ¿Y si ese gato nos ha co.locado un petardo? He estado a punto de pedirle al           cabo Enríquez que organice una inspección.

Gutiérrez. - Pero cómo...

Reyes. - Entérate tú de lo que ha pasado. Quiero un informe. Averigua.

Gutiérrez. - A sus órdenes, mi sargento.

Reyes. - Mira Guti, aquí nunca pasa nada... hasta que pasa. Este es un destino tranquilo, estamos todos             muy relajados. Demasiado. Aquí se vive bien. Soy el primero en hacer la vista gorda. Pero      siempre he dado por descontando que en mis hombres seguía vivo el sentido del deber. Guti, me         has fallado.

Gutiérrez. - Le juro, mi sargento, que no percibí ningún peligro.

Reyes. - Eres muy confiado. Nunca te pones en lo peor.

Gutiérrez. - Tiene razón, mi sargento.

Reyes. - ¿Y tu mujer?

Gutiérrez. - ¿Qué pasa con mi mujer?

Reyes. - ¿Tampoco vio nada?

Gutiérrez. - Tampoco.

Reyes. - Ni al gato.

Gutiérrez. - Ni al gato.

Reyes. - ¿Por qué abandonaste el puesto?

Gutiérrez. - Necesitaba pasar por casa.

Reyes. - ¿Para qué?

Gutiérrez. - Mencía no se encontraba bien.

Reyes. - Las mujeres a veces se cansan.

Gutiérrez. - ¿De qué?

Reyes. - De la vida en este pueblo.

Gutiérrez. - No es el caso de Mencía.

Reyes. - La vida en este acuartelamiento no es muy divertida, y menos para una mujer.

Gutiérrez. - Ella ya sabía lo que hacía cuando entró en el Cuerpo.

Reyes. - Igual esperaba otro destino.

Gutiérrez. - Su destino es este.

Reyes. - Un consejo. Préstale más atención a tu mujer.

Gutiérrez. - Soy un buen marido.

Reyes. - En puestos como este las mujeres se exigen demasiado. Tanto esfuerzo no es natural. Gutiérrez. - Hay mujeres y mujeres.

Reyes. - Demasiado sentimiento. La mujer es como el agua. Todo lo anega, necesita al hombre para

contener la riada. Demasiado sentimiento.

Gutiérrez. - En casa somos gente de orden.

Reyes. - Por ese orden hay que desvelarse.

Gutiérrez. - Eso se procura.

Reyes. - Sácala a bailar.

Gutiérrez. - ¿Ordena alguna otra cosa?

Reyes. - Puedes retirarte.

Gutiérrez. - A sus órdenes.

Reyes. - Oye, Guti...

Gutiérrez. - ¿Sí?

Reyes. - ¿Sabes lo que le dijo la mujer al Diablo?

Gutiérrez. - ¿El qué, mi sargento?

Reyes. - ¿Te puedo ayudar en algo?

         Taconazo certero del número Gutiérrez;

            y se aleja escamado como un mal perdedor.

            El Cuerpo sin mujeres, farfulla el comandante,

            es lo que siempre ha sido el orden natural.

Escena Quinta

El guardia Gutiérrez termina su informe

sentado debajo de un ventilador.

El hombre paciente se muestra intranquilo

aunque intenta, en vano, mantener la calma.

La sagrada calma por la que ha luchado

con resignación. “Todo por la calma”

era su divisa, y ahora, en un momento,

presiente que el mundo podría estallar.

Enríquez. - ¿Qué pasa? ¿Hay alguna pista?Gutiérrez. - Nada, falsa alarma. Lo del gato parece lo más probable...

Enríquez. - Yo vi a alguien.

Gutiérrez. - ¿A quién?

Enríquez. - Vi un hombre salir corriendo.

Gutiérrez. - ¿Seguro?

Enríquez. - Sí.

Gutiérrez. - ¿No lo has dicho antes?

Enríquez. - Prefería comunicártelo oficialmente.

Gutiérrez. - ¿Quién crees que pudo ser?

Enríquez. - Algún extraño.

Gutiérrez. - ¿Por qué no diste la alarma?

Enríquez. - No parecía peligroso.

Gutiérrez. - Nunca se sabe.

Enríquez. - Ríete del agua mansa.

Gutiérrez. - Habrá que andarse con precaución.

Enríquez. - Un guardia siempre tiene que estar alerta.

Gutiérrez. - Y cumplir con su deber.

Enríquez. - Exactamente.

Gutiérrez. - Con cabeza. Enríquez. - Con el alma.

            Se encuentran dos hombres

            que fueron amigos.

            Ahora sus miradas se emplean a fondo

            para situarse —con respecto al otro—

            en un oportuno y nuevo lugar.

Enríquez. - Hemos cambiado, Guti.

Gutiérrez. - Seguimos igual.

Enríquez. - Antes eras más alegre.

Gutiérrez. - Ahora estoy casado.

Enríquez. - ¿Y?

Gutiérrez. - Las mujeres...

Enríquez. - ¿Qué?

Gutiérrez. - Le hacen a uno sentar cabeza.

Enríquez. - O perderla.

Gutiérrez. - Yo la quiero.

Enríquez. - ¿Qué?

Gutiérrez. - Quiero a Mencía.

Enríquez. - Me alegro.

Gutiérrez. - Aunque...

Enríquez. - ¿Aunque?

Gutiérrez. - Ya no nos entendemos como antes...

Enríquez. - ¿No?

Gutiérrez. - No dormimos juntos.

Enríquez. - Lo siento.

Gutiérrez. - No tienes por qué. Tenemos algo más valioso: un compromiso mutuo, un lugar que compartimos y que está por encima del deseo.

Enríquez. - ¿No la deseas?

Gutiérrez. - Con locura.

Enríquez. - ¿Entonces?

Gutiérrez. - A mi modo.

Enríquez. - No te entiendo.

Gutiérrez. - Pues está muy claro.

Enríquez. - ¿Y ella?

Gutiérrez. - ¿Ella?

Enríquez. - ¿Piensa como tú?

Gutiérrez. - Y yo como ella.

Enríquez. - ¿El mismo deseo?

Gutiérrez. - Nuestro matrimonio.

Enríquez. - Te envidio.

Gutiérrez. - ¿Por qué?

Enríquez. - Por tenerlo claro.

Gutiérrez. - Tú también lo tienes claro.

Enríquez. - ¿Yo?

Gutiérrez. - Las mujeres te cansan enseguida.

Enríquez. - He cambiado.

Gutiérrez. - ¿Y ahora?

Enríquez. - Ahora sé lo que no quiero.

Gutiérrez. - Me alegro.

Enríquez. - Ahora busco una mujer real.

Gutiérrez. - Aquí no está.

Enríquez. - Todavía no la he encontrado.

Gutiérrez. - Aquí no está.

            Y el ventilador agita sus aspas

            remueve en el aire temor, suspicacia

            y un aliento vago de fatalidad.

Escena Sexta

            El guardia Gutiérrez como cada noche

            al llegar a casa ojea cansado

            la correspondencia. Llaman a la puerta.

            No abre, lo piensa y al final se esconde.

            Al rato Mencía, en salto de cama, sale para abrir.

            Jacinta, de nuevo.

Mencía. - ¿Qué pasa?

Jacinta. - ¿Ha llegado Guti?

Mencía. - Todavía no. ¿Qué pasa?

Jacinta. - ¿Estabas dormida?

Mencía. - Pensaba en la cama.

Jacinta. - ¿En quién?

Mencía. - Jacinta, ¿qué quieres?

Jacinta. - Te traigo un regalo.

Mencía. - ¿Y esto?

Jacinta. - Me ha dicho que esta planta lleva tu nombre y que por eso hay que prestarle muchos    cuidados...

Mencía. - Calla...

Jacinta. - Y también, que le hubiera gustado dártela personalmente.

Mencía. - ¿Qué hago con esto?

Jacinta. - Tú sabrás.

Mencía. - La llevaré a la enfermería.

Jacinta. - ¿Donde el reencuentro?

Mencía. - Guti está al caer.

Jacinta. - Si aún no ha caído.

Mencía. - ¿Por qué dices eso?

Jacinta. - Por nada, me marcho. A ver si la próxima vez en vez de la planta de un guardia, te traigo un guardia con muy buena planta.

            Y se va Jacinta con sabia malicia.

            Y la insomne esposa observa la planta

            como quien observa un claro de luna.

            Y vuelve a la cama. Y entonces su esposo,

            el guardia Gutiérrez,

            reabre la puerta. Sonido de llaves

            y gesto forzado del que hace que llega

            por primera vez.

Mencía. - Qué susto me has dado.

Gutiérrez. - Estarías en lo tuyo...

Mencía. - No podía dormir.

Gutiérrez. - Ya...

Mencía. - Tú qué tal.

Gutiérrez. - Bien, muy bien...

Mencía. - Esa planta me la ha traído Jacinta...

Gutiérrez. - ¿Y eso?

Mencía. - Un detalle. Tiene mala conciencia por el susto que anoche nos dio.

Gutiérrez. - Mala cosa.

Mencía. - ¿El qué?

Gutiérrez. - La mala conciencia.

Mencía. - Pues sí, mala cosa.

Gutiérrez. - Galán de noche.

Mencía. - ¿Qué?

Gutiérrez. - Esta planta se llama galán de noche.

Mencía. - No lo sabía.

Gutiérrez. - Muy poético.

Mencía. - Cosas de Jacinta.

Gutiérrez. - ¿Qué vas a hacer?

Mencía. - ¿Con qué?

Gutiérrez. - Con la planta.

Mencía. - Llevarla a la enfermería. Aquí hay poca luz.

Gutiérrez. - Pues yo veo muy bien.

         Y con parsimonia apaga la luz.

Mencía. - ¿Qué haces?

Gutiérrez. - Apago la luz.

Mencía. - ¿Por qué?

Gutiérrez. - Porque es hora de irse a la cama.

Mencía. - No tengo sueño.

Gutiérrez. - Yo tampoco.

            Y son dos extraños

            que se han conocido por primera vez.

Escena Séptima

En la enfermería dos cuerpos vestidos

anhelan la carne con ansias de celo.

El sargento Reyes babea en Jacinta que se aplica

diestra en la felación.

Jacinta. - Galán de noche.

Reyes. - ¿Qué?

Jacinta. - Lo que te estaba contando... Esa planta se llama amor de galán de noche. Me dijo: dile que

         esta planta requiere muchos cuidados... y que le hubiera gustado dársela personalmente.

Reyes. - No me hace gracia.

Jacinta. - ¿Qué te pasa?

Reyes. - Guti tiene que saberlo.

Jacinta. - Sí, hombre...

Reyes. - ¿Sabes lo que es lealtad?

Jacinta. - Lo que le debo a Mencía, y tú me debes a mí.

Reyes. - ¿Yo a ti?

Jacinta. - Anda, no te pongas serio...

Reyes. - Ay, Jacinta, no sé qué me das...

Jacinta. - Te doy lo que otras no dan...

Reyes. - Viene alguien... Dijiste que a estas horas...

Jacinta. - Es Mencía... Ha debido olvidarse algo.

Reyes. - ¿Qué hacemos?

Jacinta. - No te va a quedar más remedio que esconderte ahí.

Reyes. - ¿Estás loca?

Jacinta. - Tú verás...

            Sin mucho sentido de la dignidad

            el sargento Reyes se oculta en un cuarto.

            Entra una pareja:

            difícil pareja de la Benemérita.

Mencía. - ¿Qué haces tú aquí?

Jacinta. - He venido a recoger mi bata para lavarla...

Mencía. - Ya...

Jacinta. - ¿Y tú?

Mencía. - He venido a dejar esta planta...

Jacinta. - Ya.

Mencía. - De camino me he encontrado con el cabo y voy a aprovechar para hacerle una revisión.

Jacinta. - Está bien pensado.

Mencía. - Voy a cambiar la venda.

Jacinta. - ¿Qué tal va esa herida?

Enríquez. - Se resiste a cicatrizar.

Jacinta. - Eso es por falta de reposo.

Mencía. - Gracias Jacinta, ya me ocupo yo.

Jacinta. - Ya veo.

Mencía. - ¿Entonces?

Jacinta. - ¿Entonces?

Mencía. - ¿Por qué no te vas?

Jacinta. - Sí, claro, me voy...

Mencía. - Pues adiós.

Jacinta. - Me voy...

            Y sale Jacinta no muy convencida

            aunque algo excitada por la situación.

Jacinta. - Me voy...

Mencía. - Parece mentira cómo esa planta puede cambiar tanto el ambiente.

Enríquez. - A veces sólo una palabra lo cambia todo.

Mencía. - O un silencio.

Enríquez. - O un silencio.

            Irrumpe el silencio recién invocado.

Mencía. - No sé qué más podemos decirnos...Enríquez. - Nada...

Y la nada encuentra en un beso

su contradicción.

Mencía. - Ya basta.

Enríquez. - ¿Por qué?

Mencía. - No puedo, por él.

Enríquez. - Algún día tendrá que saberlo.

Mencía. - Lo que pasó entre nosotros fue hace tiempo, antes de conocerle.

Enríquez. - ¿Y lo que pasa ahora?

Mencía. - Ahora hay que ser fuerte.

Enríquez. - Valiente hay que ser.

Mencía. - ¿Hasta la traición?

Enríquez. - Eso nunca. Nunca traicionar a lo que uno siente.

Mencía. - Siento mi deber.

Enríquez. - Que es venir conmigo.

Mencía. - Déjame, por Dios.

Enríquez. - Está bien. Mañana...

Mencía. - ¿Mañana?

Enríquez. - Mañana me voy.

            Enríquez se marcha de la enfermería.

            Mencía se queda turbada y confusa

            como tantas damas que hay en Calderón.

            Y como en sus comedias hay un escondido

            que lo escucha todo: Las paredes oyen

            siempre fatalmente, y por un acaso se puede liar.

Escena Octava

            La tarde se estira a base de hielo, de tónica y Larios.

            Un televisor que no atiende nadie

            va escupiendo ruido como quien vomita

            a solas sus penas.

            Revistas de coches y de señoritas

            ambientan la estancia,

            y hay fotografías en marcos, firmadas

            por los futbolistas del Real Madrid.

            El sargento Reyes se escucha, cargado,

            y el cabo Gutiérrez no puede llorar.

Reyes. - Te hablo como a un amigo. Nadie elige realmente a su esposa. Es la suerte. Como si Dios         tuviese a las mujeres en una caseta de feria para sortearlas entre los hombres. Yo he tenido suerte       con la que me ha tocado.

Gutiérrez. - Mi mujer.

Reyes. - Tu mujer.

Gutiérrez. - Es una santa.

Reyes. - Ya lo sé, Guti, ya lo sé.

Gutiérrez. - Pero...

Reyes. - Eso mismo digo yo: pero.

Gutiérrez. - ¿Pero qué...?

Reyes. - Te tengo por una persona responsable.

Gutiérrez. - En esas estoy.

Reyes. - Pues no se hable más.

            Beben en silencio

            con una vehemencia

            casi patológica.

Gutiérrez. - Yo...

Reyes. - Tú...

Gutiérrez. - Yo...

Reyes. - ¿Sí?

Gutiérrez. - La quiero...

Reyes. - Natural.

Gutiérrez. - ¿Entonces?

Reyes. - ¿Entonces?

Gutiérrez. - No sé...

Reyes. - Esa es la cuestión.

            Inconsciente cita

            del príncipe Hamlet.

            De nuevo otro trago

            de amarga ansiedad.

Gutiérrez. - Todavía no ha pasado nada.

Reyes. - No ha pasado nada.

Gutiérrez. - Todavía.

Reyes. - Todavía.

Gutiérrez. - No va a pasar nada.

Reyes. - Mejor para todos.

            Pero mira cómo beben

            los hombres resentidos,

            pero mira cómo beben

            por un poco de olvido.

Gutiérrez. - Usted qué haría si se enterara...

Reyes. - ¿Si me enterara de qué?

Gutiérrez. - De que su mujer...

Reyes. - Mi mujer es una santa.

Gutiérrez. - Todas son unas santas.

Reyes. - Mira Guti, si mi mujer estuviera tan buena como está la tuya, te aseguro que no pegaría ojo      por las noches. Y no me refiero a tenerla conten.ta en la cama.

Gutiérrez. - Yo siempre la he tratado bien. Nunca le ha faltado de nada.

Reyes. - Pues que tampoco le falte una cosa.

Gutiérrez. - ¿Qué cosa?

Reyes. - Autoridad.

Gutiérrez. - No soy un hombre violento.

Reyes. - Nadie habla de eso. ¿Por quién me has tomado? Me estoy refiriendo a otra autoridad. A una   autoridad moral, vamos a llamarla así.

Gutiérrez. - No le entiendo.

Reyes. - Yo también estoy casado. Respeto a mi esposa y ella me respeta. Respeta mis cosas donde ella            no cuenta. La pregunta es ésta: ¿por qué me respeta? Pues es muy sencillo: le he dejado claro que   soy como soy, mis gustos y mis aficiones.

         Cuando uno se casa tiene que aclarar que hay ciertas costumbres sagradas para uno. Sagradas. La            esposa procura por todos los medios que las abandones. Y si lo consigue, entonces se aburre. Se            aburre. Termina aburriéndose. Y no hay que ceder. Si cedes empieza ese deterioro que los cursis   llaman “crisis de pareja”. Me lo he trabaja.do. Y ella ahora disfruta de una independencia igual       que la mía. Se ha creado un mundo que es suyo: su mundo. Las amigas, compras, el bingo, la         casa... Hay que ser moderno sin capitular.

Gutiérrez. - ¿Y lo de Jacinta?

Reyes. - Ojos que no ven.

Gutiérrez. - ¿Lo sabe?

Reyes. - Lo sabe.

Gutiérrez. - ¿Y cómo lo lleva?

Reyes. - Como una señora.

Gutiérrez. - ¿Y si ella?

Reyes. - ¿Si ella?

Gutiérrez. - Tuviera una historia.

Reyes. - Ella no es de esas.

Gutiérrez. - Tampoco Mencía.

Reyes. - Tú sabrás.

Gutiérrez. - Lo sé.

            La identificación con el macho herido

            ha disminuido el tono de voz

            del sargento Reyes, su seguridad.

Reyes. - Piensa en lo que te he dicho.

Gutiérrez. - Lo haré.

Reyes. - ¿Qué harás?

Gutiérrez. - Pensar, mi sargento, pensar.

Reyes. - Con la cabeza fría.

Gutiérrez. - Como se deben hacer las cosas.

            Gravedad hispana

            que es un poco tosca:

            es lo que tenemos:

            los grandes momentos

            nos quedan inflados.

            Por eso el Quijote

            nos dice tan bien.

Escena Novena

            A la mañana siguiente, cansancio y ojeras

            por no haber dormido: el desasosiego:

            qué hago, qué haces, qué hace

            y qué hará.

Jacinta. - Se va.

         Silencio.

         Y no pasa a despedirse.

         ¿Le quieres ver?

         Le quieres ver.

         Qué suerte.

         Y qué desgracia que una no pueda vivir el

         amor.

         Lo mío sí que fue imposible.

         Ya sé que sólo da para bromas.

         Yo soy la primera que siempre se ha reído de ello.

         A ver qué remedio. La risa en estos casos es un buen chaleco antibalas.

         Todavía nos escribimos. Estábamos hechos el uno para el otro en casi todo.

         Llegué a pensar que por mí sería capaz de cambiar.

         Eso sí que es perder el sentido de la realidad.

         Nunca me he sentido tan bien con ningún hombre.

         Pero una también necesita sentirse de vez en cuando deseada con ardor.

         Y eso me lo da Reyes.

         Bueno, Reyes sólo se desea a sí mismo, pero hay morbo y diversión.

         El deseo es otra cosa.

         Es lo que dura el amor.

         Mencía. - Jacinta, me estoy quemando.

         Jacinta. - Termínate de abrasar.

         Mencía. - No soy una cría.

            Silencio con tenue añoranza

            de irresponsabilidad.

Jacinta. - ¿Entonces qué vas a hacer?

Mencía. - Olvido.

Jacinta. - Eso consuela.

Mencía. - Pero no quiero que piense que yo...

Jacinta. - ¿Que tú?

Mencía. - Ya sabes.

Jacinta. - Ay...

Mencía. - No se hable más.

Jacinta. - Me tienes para lo que sea.

Mencía. - Jacinta, ¿tú qué harías?

Jacinta. - Decírselo. No dejes pasar el momento. El momento en que las palabras no saben decir lo que sentimos porque son lo que sentimos.

            De nuevo un instante para la nostalgia

            de romper la inercia de una vida estable.

Mencía. - Una carta.

Jacinta. - ¿A él?

Mencía. - Le voy a escribir.

Jacinta. - Seré tu mensajera.

            Sale Jacinta ebria de emociones.

            Mencía se sienta a la mesa.

            Se pone a escribir tan ensimismada

            que no se da cuenta de que su marido

            ha entrado en la casa.

Mencía. - Qué susto me has dado. No te he senti do entrar.

Gutiérrez. - ¿Qué haces?

Mencía. - Extendía unas recetas.

Gutiérrez. - Escribe claro.

Mencía. - ¿Cómo?

Gutiérrez. - Los médicos tenéis muy mala letra. Esa es vuestra fama.

            La tinta se hiela como se hielan los labios

            que besan la frente de quien falleció.

Escena Décima

            Mañana siguiente. Enríquez se marcha.

            Tiene preparado un coche. Le esperan.

            Pero el cabo aún quiere

            tentar a la suerte. Un último acceso

            de amarga añoranza le ha hecho desviarse

            de la orden del día.

            Y llega el sargento.

            Lacónico adiós. (Cortesía obliga.)

            Hay que confirmar

            que todo está en orden:

            aquí Paz y después Gloria

            hoy, ayer y anteayer.

Reyes. - Espero que te hayamos tratado bien.

Enríquez. - A cuerpo de rey.

Reyes. - Te están esperando. ¿Qué haces en la enfermería?

Enríquez. - Quería que la doctora me diera el alta definitiva.

Reyes. - Lo tuyo no tiene cura.

Enríquez. - ¿Qué dice, mi sargento?

Reyes. - Me recuerdas a mí mismo. A uno que fui.

Enríquez. - ¿En qué?

Reyes. - En lo que te ciegan las hembras.

Enríquez. - Merece la pena.

Reyes. - No hay nada mejor.

Enríquez. - No me quedo a medias.

Reyes. - Le echas muchos huevos.

Enríquez. - ¿Qué nos queda hoy?

Reyes. - Nada, sólo ellas.

Enríquez. - Me alegro de que me comprenda.

Reyes. - Te comprendo, pero espero que con la edad

pongas el freno de mano.

Enríquez. - Entonces no seré yo.

Reyes. - Lo serás, pero más templado.

Enríquez. - Mi sargento, si he perdido el sosiego se debe a que Mencía para mí no es cualquier mujer. Reyes. - ¿Es eso lo que te ha traído hasta aquí?

Enríquez. - Los astros.

Reyes. - Espero que no te estrelles.

Enríquez. - Es mi carácter.

Reyes. - Cuídate de él.

Enríquez se marcha no se sabe a dónde

y el sargento Reyes se queda con ganas

de darle un abrazo a un espejo vacío.

Escena Undécima

Jacinta, la mensajera,

llega a la habitación de Enríquez,

pero se encuentra al marido

de quien remite la carta.

Lo que llaman ironía

de las antiguas tragedias

reaparece junto al gato

que ya lo daban por muerto.

Hay lances que no se extinguen

desde los tiempos remotos

de don Pedro Calderón.

Jacinta. - ¿Qué haces aquí?

Gutiérrez. - ¿Y tú?

Jacinta. - Venía a despedirme del cabo Enríquez.

Gutiérrez. - Aquí no está.

Jacinta. - ¿Y tú?

Gutiérrez. - ¿Yo qué?

Jacinta. - ¿Qué haces aquí?

Gutiérrez. - Lo estaba esperando.

Jacinta. - ¿Qué te pasa?

Gutiérrez. - A mí nada, y ¿a ti?

Jacinta. - Nada.

Gutiérrez. - ¿Qué llevas ahí?

Jacinta. - Una carta.

Gutiérrez. - ¿Para ti?

Jacinta. - Sí... es personal...

Gutiérrez. - La familia.

Jacinta. - ¿Cómo?

Gutiérrez. - Que si te ha escrito la familia.

Jacinta. - Sí...

Gutiérrez. - Desde Zafra.

Jacinta. - ¿Qué?

Gutiérrez. - Tu familia es de Zafra...

Jacinta. - Sí.

Gutiérrez. - Entonces esa carta viene de Zafra.

Jacinta. - Sí.

Gutiérrez. - ¿Buenas nuevas?

Jacinta. - Mi prima se casa en mayo.

Gutiérrez. - ¿En Zafra?

Jacinta. - Sí.

Gutiérrez. - No tiene sello.

Jacinta. - ¿Cómo?

Gutiérrez. - La carta.

Jacinta. - Sí. No.

Gutiérrez. - Y lleva el membrete del cuartel.

Jacinta. - Pues... Sí.

Gutiérrez. - Jacinta.

Jacinta. - Está bien, Guti. Se la escribí al cabo Enríquez. Ya sabes que me tiene loca y lo dada que soy a          encandilarme.

Gutiérrez. - Sobre todo con los que no te corresponden.

Jacinta. - Sobre todo.

Gutiérrez. - Puedes dejarla ahí.

Jacinta. - Prefiero dársela en mano.

Gutiérrez. - Yo lo haré de tu parte.

Jacinta. - No hace falta.

Gutiérrez. - ¿No te fías?

Jacinta. - Es algo muy personal.

Gutiérrez. - Jacinta, esa carta...

Jacinta. - ¿Sí?

Gutiérrez. - ¡Es de mi mujer!

Jacinta. - ¿Qué dices? No la abras.

Gutiérrez. - Estoy en mi derecho.

Se desata una violencia

contenida: la peor.

Jacinta. - Te vas a enterar.

Gutiérrez. - De todo, por fin.

            Se marcha Jacinta dejando la carta

            en manos de Guti que lee como deben

            leer los expertos: atenta distancia

            de quien se ha entregado con pasión al texto

            y extrae un sentido que es una evidencia

            antes presentida, y ahora manifiesta.

Escena Duodécima

            Despacho de Reyes:

            la página web de chicas del Este

            enciende los sueños

            en el responsable del acuartelamiento.

            Irrumpe Jacinta con cara de espanto

            y se le entrecorta la respiración.

Reyes. - ¿Qué pasa, Jacinta?

Jacinta. - Guti... Sabe que su esposa...

Reyes. - Sí...

Jacinta. - Y el cabo Enríquez...

Reyes. - ¿Qué?

Jacinta. - Lo sabe. Lo sabe...

Reyes. - Tranquila.

Jacinta. - Yo no se lo he dicho...

Reyes. - ¿Cómo se ha enterado?

Jacinta. - Me ha quitado una carta que su mujer le había escrito a su amigo.

Reyes. - Una carta de amor.

Jacinta. - O una despedida.

Reyes. - Viene a ser lo mismo.

Jacinta. - ¿Cómo que lo mismo?

Reyes. - Cuando una mujer le escribe una carta a un hombre que no es su marido yo sé lo que hay.

Jacinta. - Tienes que hacer algo.

Reyes. - ¿Yo?

Jacinta. - Guti no parece el Guti de siempre.

Reyes. - No hay mal que por bien no venga.

Jacinta. - ¿Cómo puedes decir eso?

Reyes. - A ver si al fin reacciona.

Jacinta. - Te digo que nunca le he visto así. Mira a todas partes como si no viese nada, como si   estuviese poseído por una fuerza interior, como si alguien le estuviese guiando. Es capaz de cualquier cosa.

Reyes. - Exageras.

Jacinta. - Tengo una aprensión.

Reyes. - Anda, ven aquí.

Jacinta. - Ahora no es momento.

Reyes. - Yo te quito todo.

Jacinta. - Estoy preocupada.

Reyes. - Qué guapa estás hoy...

Jacinta. - Y tú tan tranquilo.

Reyes. - Porque lo conozco. No le viene mal que la sangre le corra un poco por las venas.

Jacinta. - Mientras la sangre no llegue al río.

Reyes. - Se le pasará enseguida. Sabe controlar. Autodisciplina.

Jacinta. - Quisiera creerlo.

Reyes. - Confía en el mando.

Jacinta. - ¿Seguro?

Reyes. - Seguro. Sé de lo que hablo.

Jacinta. - ¿No hay ningún peligro?

Reyes. - Sólo en tu cintura.

Jacinta. - Sea lo que sea.

Reyes. - Pues claro, mujer.

            Con cierta indulgencia se abrazan.

            Surgen imprevistas caricias

            de cierta ternura que desconocían.

            Y cierran los ojos como hacen los niños

            que evitan mirar en la oscuridad.

            Luego un revolcón pegajoso y ciego

            sobre el escay y la inconsciencia.

Escena Decimotercera

            Por fin aparece como un condenado

            el cabo Gutiérrez, mudo, blanco, extraño...

            Guti ha hecho su entrada vestido de gala

            con un uniforme de lámina vieja.

            Lleva guantes blancos que ahora se quita,

            se corta en la mano con premeditación.

            Deja que la sangre

            salpique en un marco de foto de boda

            y sale a la calle.

            Regresa Mencía,

            contempla la foto,

            ahoga una voz y limpia la sangre.

            Llaman a la puerta

            Mencía va a abrir.

            El hombre camina con paso tranquilo

            y los guantes blancos oliendo a alcanfor.

Gutiérrez. - Me he dejado las llaves.

Mencía. - ¿Y eso?

Gutiérrez. - Un descuido. Ando muy descuidado últimamente.

Mencía. - ¿Por qué llevas el uniforme de gala?

Gutiérrez. - Es un día especial.

Mencía. - ¿Qué día?

Gutiérrez. - El día del Honor.

Mencía. - ¿Qué fiesta es esa?

Gutiérrez. - Una fiesta muy española. Como los toros.

Mencía. - ¿Qué estás diciendo?

Gutiérrez. - Y que no falte la sangre. La sangre del animal en la plaza. El Honor alcanza hasta a los        toros. Mueren con honor y a veces también cornean y matan. Olé.

Mencía. - Has bebido.

Gutiérrez. - Ni una gota, Mencía. Y tengo mucha sed.

Mencía. - ¿Qué quieres beber?

Gutiérrez. - Tinto de verano. Vamos a brindar. Bebamos. Bebamos.

Brindan en silencio.

Y en silencio quedan.

Y siguen bebiendo

para no hablar.

Escena Decimocuarta

            Corre un aire fresco en la casa cuartel:

            dos viejos amigos se reencuentran

            en una despedida inevitable.

            Presagios de tormenta:

            dos viejos amigos dándose el adiós.

Enríquez. - Coño, Guti, ¡Qué susto me has dado!

Gutiérrez. - Te andaba buscando. Estuve antes aquí.

Enríquez. - Estaba despidiéndome...

Gutiérrez. - Ya.

Enríquez. - ...del sargento Reyes.

Gutiérrez. - Como debe ser.

            Silencio.

Enríquez. - ¿Qué haces con el uniforme de gala?

Gutiérrez. - Me lo he puesto para rendirte hono.res. Eres el invitado.

Enríquez. - Eres un buen tío. Y un buen guardia civil.

Gutiérrez. - Trabajo de oficina.

Enríquez. - Un puesto necesario.

Gutiérrez. - No había desenfundado el arma desde nuestras prácticas. ¿Te acuerdas?

Enríquez. - Nos disparábamos con el cargador vacío.

Gutiérrez. - Lo llamábamos la ruleta española.

            Desenfunda

Chsss... El gato...

Enríquez. - ¿Qué haces?

Gutiérrez. - Recuerdo.

Enríquez. - Quién te ha visto y quién te ve.

Gutiérrez. - No me gusta la violencia.

Enríquez. - Pero es inevitable.

Gutiérrez. - ¿Qué es lo inevitable?

Enríquez. - La violencia. Hay que saber administrarla, si no sería el caos.

Gutiérrez. - El mundo se hundiría, aunque no es fácil...

Enríquez. - ¿Sí?

Gutiérrez. - Administrar la violencia con cabeza. La violencia pasional es un lastre. Incluso la venganza. Me horroriza la sed de venganza. Por eso...

Enríquez. - ¿Por eso?

Gutiérrez. - Yo me tenía por un tipo pasional. Soy español.

Enríquez. - Como yo.

Gutiérrez. - Pero ahora...

Enríquez. - ¿Ahora?

Gutiérrez. - Creo que eso nos pierde.

Enríquez. - ¿Nos pierde?

Gutiérrez. - La pasión.

Enríquez. - La pasión.

Gutiérrez. - Aunque somos gente de orden.

Enríquez. - Sí.

Gutiérrez. - Por eso hay que actuar en consecuen.cia.

Enríquez. - A veces nos pierde ser demasiado con.secuentes.

Gutiérrez. - Como a los héroes.

Enríquez. - O como a los mártires.

Gutiérrez. - Vamos. Te llevo yo

            Ráfagas de viento

            acuchillan el patio cerrado.

            Se levanta polvo, alguna hoja seca

            y bolsas de plástico.

            La ropa tendida azota obstinada

            las contraventanas.

            Y el gato maúlla

            como si supiera lo que va a pasar.

Escenas decimoquinta y decimosexta

(Simultáneas)

            En un mismo tiempo,

            (pongamos las doce y veinte del mediodía),

            y a pocos kilómetros de la casa cuartel,

            dos hombres a un lado;

            al otro dos mujeres,

            simultáneamente

            apuran la escena.

            Los unos, abiertos al campo,

            son indiferentes a las nubes negras.

            El coche se ha detenido

            en la cuneta de una carretera comarcal.

            Nadie pasa.

            Nadie.

            Sólo nubes negras.

            En un interior. Mencía y Jacinta se tiñen de sombra

            y de vaticinio.

Mencía. - ¿Cómo que con él?

Enríquez. - ¿Por qué nos hemos parado?

Jacinta. - En su coche...

Gutiérrez. - Un poco de aire...

Mencía. - Eso no era lo previsto

Enríquez. - ¿Qué lugar es este?

Jacinta. - Es muy extraño

Gutiérrez. - Un coto de caza...

Mencía. - ¿Dónde han ido?

Enríquez. - ¿Dónde?

Jacinta. - ¡Vaya usted a saber!

Gutiérrez. - Allí, en la calzada

Mencía. - ¿Qué puede pasar?

Enríquez. - Yo no veo nada

Jacinta. - Nada. No va a pasar nada.

Gutiérrez. - Una liebre muerta

Mencía. - ¿Le diste la carta?

Enríquez. - Tuvo mala suerte.

Jacinta. - La carta... ay, Dios mío...

Gutiérrez. - ¿Por qué mala suerte?

Mencía. - ¿Qué tienes, Jacinta?

Enríquez. - No está muy alegre.

Jacinta. - Guti la ha leído.

Gutiérrez. - Le llegó su hora.

Mencía. - Entonces ya sabe...

Enríquez. - Cruzó en mal momento.

Jacinta. - ¿Qué sabe, Mencía?

Gutiérrez. - Se pensaba a salvo de los cazadores.

Mencía. - Que yo soy mi dueño.

Enríquez. - Puede que buscara así su final.

Jacinta. - Hay que ir a buscarlos.

Gutiérrez. - Esta carta es tuya.

Mencía. - Sea lo que quiera Dios.

Enríquez. - ¿Mía?

Jacinta. - Te veo más tarde.

Gutiérrez. - Ya hemos llegado.

Mencía. - La vida prosigue.

Enríquez. - Guti. Guti. No.

Gutiérrez dispara.

Una desbandada de grajos confusos

parece que aplaude con delectación.

Mencía se sobresalta al faltarle el agua

cuando iba a regar.

La lluvia obligada empieza a caer.

Escena Decimoséptima

            El cadáver del cabo tumbado en la camilla.

            Gutiérrez de uniforme

            se aplica pulcramente en la trepanación.

            Su mujer se adormece

            atada a una silla. Prefiere un sueño impuesto,

            violento, irrevocable,

            antes que asistir despierta

            al horror de su delirante vigilia.

Gutiérrez. - Un error, un error... disparé con mi arma... debí hacerlo con la suya... ahora tengo que          extirpar la bala... no soy un hombre violen.to... lo sabes, ¿verdad?... Es sentido del deber... ni          malo ni bueno... sólo sentido del deber... Todo tiene solución, aunque a veces esas soluciones son    drásticas, nosotros, la gente de uni.forme lo sabemos, no, ni siquiera podemos per.mitirnos el lujo         de juzgar las consecuencias de nuestros actos, somos hombres de acción, sí, y también mujeres...       mujeres de acción, ese es otro problema, mujeres de acción...Todo está aquí, en el cerebro, las creencias, la infidelidad, hasta el amor... todo excepto el honor... el honor... el honor está en el          alma... es inmortal... es lo que debemos cuidar aunque no haya dios... sí hay un alma... un honor...          nuestra dignidad como personas... no somos animales...Aquí me ves ahora convertido en el           cirujano de mi propio honor... y así me contemplo también yo ahora a través de tus ojos... esos          ojos que son mis ojos... ¿recuerdas?... Ahora me contemplo a través de tu mirada restituyendo mi             honor mediante esta operación quirúrgica, explorando este cerebro hasta dar con ese diminuto   pedazo de plomo... soy el cirujano de mi propia digni.dad... Qué extraña cosa es el cerebro... en         algún lugar de esta masa viscosa se encuentra un dispositi.vo que se encarga de que tomemos      decisiones, y otro de que seamos capaces de ejecutarlas... Está bien organizado... También debe      existir una zona que nos procura emoción por estas deci.siones... sí, emoción... mi emoción ahora          es la de saberme capaz de aportar un minúsculo gra.no de arena al Orden... a un Orden que está   por encima de las leyes y los reglamentos mundanos... Más que una emoción es un sentimiento...           No soy un hombre violento, sólo soy un hombre al que la Razón le obliga a ejecutar      determinadas decisiones... un hombre cumpliendo con su obligación... Ya está... Qué alivio... es     como sacarse una espi.na... una espina de plomo... Y ahora, amor mío, un baño antes de dormir...

            Y los sueños, sueños son...

Escena Decimoctava (y última)

            Gutiérrez y Reyes se andaban buscando.

            Encuentro final en la enfermería.

            Arrecia la lluvia como una metralla

            presagios funestos que adopta el cristal.

Gutiérrez. - Me tiene que prometer, mi sargento, que van a cuidar esta planta.

Reyes. - Guti, ¿qué has hecho?

Gutiérrez. - Eso le gustará.

Reyes. - ¿Por qué, Guti? ¿Por qué?

Gutiérrez. - Porque procedía.

Reyes. - ¡Te has vuelto loco!

Gutiérrez. - Loco de razón.

Reyes. - Te has buscado la ruina.

Gutiérrez. - Yo me siento limpio.

Reyes. - Era tu amigo...

Gutiérrez. - Estaba predestinado. Como ella.

Reyes. - ¿Qué dices?

Gutiérrez. - Ahora todo está en su sitio.

Reyes. - Dime que no. Dime que no lo has hecho. Que Mencía...

Gutiérrez. - No he tenido otro remedio.

Reyes. - Te pierdes. Nos pierdes.

Gutiérrez. - No se preocupe, mi sargento. Está todo controlado. Mis asuntos personales no van a           salpicar al cuartel. Lo del cabo, un accidente. Un terrible accidente. Aquí tiene usted la bala. Y en cuanto a ella, me dijo que se iba a acostar. Yo salí a dar una vuelta. Cuando regresé la encontré       ahí, en la bañera. Desangrada.

Reyes. - Dime que esto es un mal sueño.

Gutiérrez. - Como todo en esta vida.

Reyes. - ¿Qué hacemos contigo? ¿Qué?

Gutiérrez. - Estoy a su disposición.

Reyes. - No eres tú. No eres tú.

Gutiérrez. - Ahora lo soy.

            Aúlla Jacinta con voz de ultratumba.

            (Si la actriz subraya el efecto es cómico.)

            Trae un cuerpo inerte envuelto en toallas

            como una evidencia de lo inverosímil.

            Parece aquel loco, padre de Cordelia.

Jacinta. - Aquí... Aquí nos tenéis... Estamos man.chados... Aquí nos tenéis... Aquí estamos to.dos... La             sangre inocente que hemos derrama.do... Aquí... aquí la tenéis... Sangre que se escapa de este    cuerpo frío... Nuestro sacrificio... nues.tra abnegación... Esta es la bandera que debéis besar...

Reyes. - ¡Jacinta!

Jacinta. - Ya no soy Jacinta. Ya no soy nada. No quiero ser nada. Menos que nada. Soy la sombra de la            nada.

Reyes. - ¡Jacinta! ¡Entereza!

Jacinta. - No ha podido hacerlo ningún ser huma.no. Ha sido el Diablo.

Reyes. - No hay que derrumbarse. No hay que derrumbarse.

            El cuerpo en el suelo. La mujer llorando.

            Un hombre se esfuerza por seguir entero.

            Los hombres demuestran ser hombres así.

            Hay uno que aguanta, plantado en escena,

            sin poder moverse, y hay otro que sale

            como un soplo de aire para no volver.

Jacinta. - La culpa me mata.

Reyes. - ¡No hay culpas aquí!

Jacinta. - ¿Dónde la Justicia?

            De pronto un disparo confirma otra muerte.

            El guardia Gutiérrez se ha pegado un tiro:

            el orden regresa de nuevo al cuartel.

Reyes. - Así se abre paso.

Jacinta. - ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!

Reyes. - Él lo ha decidido.

Jacinta. - ¿Y ahora qué dispone?

Reyes. - Cumplir con los nuestros.

Jacinta. - Se pudo evitar

Reyes. - Hay cosas que están de la mano de Dios.

            Y con un Padrenuestro que sale espontáneo

            regresa atrofiada la normalidad.

            Y hay un sentimiento de momento heroico

            que entienden muy pocos: una religión.

Madrid, junio 2003